Relatos Salvajes es una película hecha a la medida de la Argentina:
una sociedad brutalizada en donde la ley de la selva, la imposición del más fuerte, se ha vuelto una clave de la
relación intersubjetiva, la única forma imaginable de torcer un conflicto o un
potencial conflicto a favor de uno. Vivimos en una sociedad en donde la invasión
y la demostración de poder personal ha reemplazado a la subordinación a la
instancia racional de la norma (tanto norma escrita como norma de buen uso), la
única que puede resguardar la ya lesionada convivencia. Las personas protegen sus
intereses individuales y se despreocupan por los efectos de sus acciones sobre
el orden colectivo: se descree que exista tal cosa como la comunidad; quienes
ponen alguna preocupación por el otro antes que el afán personal se equivocan,
porque el Otro no existe en una sociedad anómica (el Otro como instancia del
orden simbólico, de la puesta en común de subjetividades). Si el Otro, como
orden comunitario, no existe, quedá debilitada también la existencia del otro como simple alteridad.

Y no me estoy alejando un centímetro del tema de la película para ocuparme
de la más irrelevante convivencia en el espacio público: por lo menos tres de
las seis historias de Relatos Salvajes tienen a la vía pública como su
escenario dramático; tres de las seis historias presentan al automóvil, por distintos
motivos, como una fuente de malestar; en tres de las seis historias hay un
encuentro con un otro que se vuelve amenazante en el espacio público que es,
por definición, el lugar del encuentro con la alteridad. Una pelea extrema y trágica
en la ruta, en donde una maniobra vial está implicada (dar el paso a quien
viene a mayor velocidad); un vengador ante la injusticia de la ciega burocracia
de remolcadores de autos; y una muerte al volante que acecha a una familia como
el inexorable final. Todos estos son ejemplos de cómo la violencia surge en la
expresión más abreviada de la interacción social: un cruce de dos personas. Como
me dijo personalmente el sociólogo urbano Dan Zunino, la Argentina es una
sociedad tan jodida que existe tensión en cada bocacalle, dos personas cruzándose
ya originan un conflicto. De alguna manera, la microsociología del espacio público
oficia de una macrosociología; entender las dinámicas que acontecen en la
calle, donde avanza una irrefrenable brutalización, permite dar cuenta de un
modo de ser como sociedad.
Habría que pensar si el avance de la ley del más fuerte no es la
venganza de la mayoría oprimida por un poder basado en una fuerza intangible:
las leyes ciudadanas, que son etéreas e inmateriales, y la distribución del
capital intelectual. Quien se siente vigoroso, joven y potente y encuentra que un
poder intangible y simbólico lo ata y lo subyuga, se pregunta cuando será la
fuerza brutal de sus músculos la que lo libere y se imponga sobre los
alfeñiques que detentan el poder y lo someten. Sin duda, la brutalidad es la no
aceptación de la derrota en un orden de cosas desigual, arbitrario en su
distribución de bienestar, pero necesario en su existencia.