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8 de enero de 2015

Se llaman movimientos islamistas.

A las cosas hay que ponerles nombre. En momentos de estremecimiento frente al terrible ataque a la redacción de Charlie Hebdo, los lugares comues caen uno tras otro. Me quisiera detener en uno, aquél que reza que hay que separar a los musulmanes, que en su mayoría son pacíficos, de los extremistas que cometen actos cargados de odio. Esto es así, la mayoría de los musulmanes son pacíficos y hay que separar lar dos cosas. Uno parte a concretar esta tarea con la confianza, quizá demasiado ingenua, de que el Islam podría ser sólo una creencia privada, un culto doméstico más entre otros, una elección espiritual dentro de una variada oferta en los anaqueles del multiculturalismo posmoderno. Pero el Islam nunca fue sólamente una creencia privada ni lo será. El Islam es, fue y será un proyecto político. Los movimientos islamistas retoman esta tradición histórica y lo actualizan: el islamismo contemporáneo, o Islam político, se propone como una alternativa de poder, una formación política antagónica con las democracias liberales occidentales.

¿Por qué digo liberales? Los países occidentales organizan sus Constituciones en torno a una serie de libertades individuales que tiñen a la restante legalidad y constituyen el espíritu del sistema: libertad de expresión, de culto, de comercio, de circulación etc. Adicionalmente, se configuran democracias representativas, basadas en la deliberación, en búsqueda de consensos en organismos representativos como los parlamentos. Todos estos principios son rechazados por los movimientos islamistas, que reconocen como fuente de autoridad la religiosa y como ley civil a la Sharia, la norma religiosa. Los movimientos islamistas desprecian la democracia en la medida que el poder que proponen es vertical, jerárquico y emana de la autoridad religiosa. Esto se contrapone a la idea democrática de la deliberación, la búsqueda de acuerdos, negociaciones y consensos entre actores interesados. El principio de la autoridad religiosa conduce a los movimientos islamistas a liderazgos autoritarios, con lo que no es desacertado el juicio de Onfray de denominar al islamismo el fachismo verde.

Pero los movimientos islamistas no sólo desprecian a las democracias liberales, también desconocen la idea de nacionalidad y con ello la institución fundacional de la identidad ciudadana en la modernidad: el Estado nacional. Por eso el ISIS está empeñado en la desintegración de Siria y de Irak: porque para ellos no sólo las fronteras entre los estados árabes son artificiales, sino que adicionalmente la idea de una nacionalidad siria y una nacionalidad iraquí les resulta cuestionable. Para el ISIS sencillamente son habitantes de tierra musulmana y deben obedecer a la Sharia, la ley religiosa que determina la virtud o vicio de los hombres y mujeres. La verdadera comunidad no es la nacional (ésta es artificial y confunde los propósitos del hombre en la tierra), sino la Umma, la comunidad de creyentes.

Los movimientos islamistas desprecian a Occidente, sus valores, la exaltación de la individualidad, el culto a una subjetividad que encuentra potencia en la exploración de opciones, opciones de consumo, de sexualidad, de sustancias tóxicas, de pornografía, de experiencias espirituales guiadas por la propia percepción y moldeadas a la medida de cada individuo.

El islamismo desconoce la política occidental y propone, no un culto para ser abrazado en la intimidad del hogar, sino una formación política antagónica con las democracias liberales y seculares en que vivimos. Adicionalmente, rechazan los Estados nacionales a los que, en la persecución de su causa, no han tenido problemas en desintegrar y erigir un califato en su lugar. Los movimientos islamistas son simplemente incompatibles con las democracias liberales occidentales en las que afortunadamente habitamos: uno no podría imaginarse al ISIS o a Al Qaeda participando de un debate parlamentario sobre el derecho al aborto: cuando la religión ocupa el lugar de la política, no hay nada que pueda ser debatido.