En Rabat y Marrakesh hace calor hasta fines de noviembre (la altura de Marrakesh no cambia las cosas).
La primera es una ciudad de embajadas y oficinas gubernamentales acompañadas de hoteles y restaurantes de lujo, de esos que alojan reuniones importantes. Los hoteles marroquíes parecen recuperados de la época colonial cuando prestaban su servicio para acomodar la fantasía orientalista de los colonos franceses y el deseo de sus cipayos.
Las noches de Rabat son atravesadas por fantasmas, jóvenes que deambulan por las calles casi vacías con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha. Dos muchachos amenizan su marcha con una petaca de alcohol. La esconden inmediatamente cuando sienten la presencia difusa de una sirena. Luego aparece el vehículo, un patrullero de la “Seguridad nacional” (cuando una Policía no se llama Policía se hace difícil no pensar en “1984”) .
De cualquier manera, los oficiales de seguridad uniformados no abundan. En Marrakesh, la ciudad más turística, la gente se aproxima con confianza a la plaza Djema bañada por la oscuridad (una gran explanada librada para artistas, rodeada de cafés con terraza y flanqueada por el
sok o mercado). En un lugar con la densidad poblacional de Florida y Lavalle y el intercambio de dinero del Mercado de Liniers casi no se atesoran policías uniformados. En cambio, los servicios encubiertos, que se intuyen por todas partes, refuerzan el efecto panóptico.
Hay poco lugar para las bicis en un sitio en que se avanza como se puede. Motos, peatones y, de ser físicamente posible, autos comparten los mismos callejones. Más por imposición de los motorizados que por ánimo de convivencia. Si se es peatón la fórmula es caminar siempre para adelante en línea recta sin detenerse, pues los motociclistas cuentan con que uno no modificará el recorrido. De lo contrario acontece el accidente. Presenciamos dos en el transcurso de cinco días.
Vi en la TV una publicidad de Activia protagonizada por actrices árabes. Y con esto creo haberlo visto todo. Como si las mujeres de la región no tuvieran suficientes problemas con la notoria desigualdad, la opresión y la violencia contra su género, también parecen preocupadas por el
tránsito lento.
Sí, la mujer es un tema, tanto como uno imagina antes de visitar el país. Quienes usan el
hijab, parecen orgullosas de su hábito y no reconocen la existencia de diferencias entre hombres y mujeres (ni siquiera las visuales y aparentes que el mismo
hijab impone). Las islamistas contagian: hasta las mujeres seculares se visten con recato. De pantalón de jean, pero con recato.
Ancianos barbudos y maltrechos se reúnen a sacudir los tambores en la plaza Djema de Marrakesh. Entre ellos revolotean aves de corral, salidas de no se sabe dónde (no se entiende el significado de las aves en ese sitio, si es que lo tuviera). Uno de los músicos provee a los demás té de menta en copas de cristal. La música que tocan vibra como la música latina: candombe, cumbia colombiana o capoeira. El parecido es poderoso. La influencia negra penetró tanto en el norte de África como en Latinoamérica. La música popular es africana en todas partes. Y en Marruecos se siente universal. Entonces es cuando uno piensa la posibilidad antes evasiva de una universalidad negra, de una universalidad construida desde el margen.
Y si hablamos de márgenes, hay que reconocerlo: los marroquíes cuidan mejor a sus niños que lo que lo hacemos en Argentina. Aunque de vez en cuando se observa a criaturas marroquíes pidiendo en la calle, esta imagen no se repite tanto ni tiene la misma fuerza disruptiva que los chicos argentinos en edad primaria con su ropa hecha girones, su salud y aspecto físico lamentables y la compañía infaltable del pegamento.
Tanto en Rabat como en Marrakesh hay trapitos y tenderos acostumbrados al regateo. Los trapitos emprenden peleas territoriales feroces. Los tenderos del mercado son más previsibles y si no uno evade sus insistentes llamados (negándoles hasta la mirada) abandonan su ímpetu. La clave está en preguntar el precio, retirarte decepcionado de la tienda y esperar que el mercader acuda en tu búsqueda. La esencia de cualquier negociación: sólo puede obtener algo bueno quien esté dispuesto a renunciar a todo. La costumbre de demandar dinero por grabarlos o tomarles fotos me pareció inaceptable.
Es paradójico que en esta monarquía cuasi absoluta, con un parlamento de facultades muy limitadas y un rey que no quiere abandonar sus prerrogativas, los tenderos te inciten a proponer por sus mercaderías “un precio democrático”.
Fuimos a cubrir las primeras elecciones luego de una reforma constitucional prácticamente inocua. Una hora antes de que cerrasen los comicios, la participación rondaba el 25% del padrón. Sorpresivamente, una hora después la cifra había trepado al 45%. Con todo, no parecen cifras de participación para entusiasmarse, y la gente con intereses en la elección lo estaba. La vehemencia con que el gobierno y sus agentes se interesan por que el periodismo internacional refleje el proceso con bondad reafirma mi convicción: cuanto más conozco a los Estados-policías árabes, más quiero a mi democracia liberal.