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5 de noviembre de 2011

Las únicas batallas que puede ganar la izquierda son las que toma prestadas al liberalismo.


La instalación en la agenda pública del debate sobre la legalización del aborto, sumado a los avances en los últimos años (por lo menos en el ámbito judicial) del movimiento por la despenalización del consumo de drogas, y el matrimonio igualitario, dan cuenta de que las únicas gestas que puede ganar la izquierda (1) son las que toma prestadas al pensamiento liberal.

Simpatizo con las tres causas (aborto legal, matrimonio igualitario, despenalización del consumo). Por lo tanto, nada de esto debe ser leído como una crítica ni a las causas en sí ni al progresismo que las levanta. Es más bien la comprobación que la defensa que hace la izquierda se sostiene en fundamentos alejados de su tradición colectivista. Para decirlo más sencillo: aunque sus militantes no lo reconozcan, los únicos trofeos que la izquierda exhibe con orgullo han sido robados al campo liberal (corriente a la que socialistas, comunistas y peronistas se juntan para execrar).

La izquierda tradicionalmente privilegia los intereses colectivos por encima de las libertades individuales. Con esto no digo que los militantes menosprecien las libertades individuales; sino que en los casos en que el bien colectivo colisiona contra una libertad individual, el progresista se inclina por atender lo colectivo. Pensar a un individuo aislado de su comunidad y sostener desde esta figura una argumentación política es rápidamente censurado por los seguidores de Karl Marx; se trata de una verdadera robinsonada, un error en el que suelen incurrir los analistas liberales. El individuo por sí solo no es nada. El individuo sólo es en cuanto que ocupa una posición determinada en una estructura social. Para el pensamiento de izquierda entonces, no existen derechos o libertades intrínsecas al concepto de individuo, no existen derechos individuales absolutos e inalienables: es la sociedad la que confiere estos derechos y la sociedad la que tiene la capacidad de negarlos.

Llama la atención que la consigna principal de la campaña por la interrupción del embarazo contradiga de manera tan ostensible los principios colectivistas, y aun así la izquierda no dude ni un segundo en apoyarla. La afirmación de que “cada mujer decide sobre su cuerpo” (con la que estoy absolutamente de acuerdo, aunque no venga al caso) ¿no debería ser vista desde la izquierda como una digna robinsonada?, ¿no es una desviación de corte individualista?, ¿no hay algo en la reproducción que atañe al colectivo humano, y por lo tanto excede la potestad del individuo? Si para un socialista/ comunista/ peronista de izquierda son tan importantes las instancias colectivas, ¿en qué momento éstas intervienen en el slogan según el cual el individuo (femenino) decide exclusivamente sobre su cuerpo y el embrión en gestación? Alguien podrá decir que cuando el asunto llega a la intimidad o al ámbito doméstico, la disputa sobre lo “colectivizable” se detiene. Las decisiones reproductivas, por lo tanto, no entrarían en conflicto entre lo público y lo privado y serían exclusiva potestad del individuo. Pero sabemos que para el verdadero pensamiento socialista no hay nada privado que caiga fuera de la esfera de lo público. No por nada son conocidas las historias de activistas en la década del ’70 que pedían permiso a la organización en la que militaban para casarse o tener hijos. El concepto era claro: los militantes se sentían parte de un proceso social que los excedía, la revolución. Por lo tanto, sólo los mandos revolucionarios podían dilucidar adecuadamente si el casamiento o la procreación prestaban servicio (o al menos no estorbaban) a la Causa superior. Los tiempos son otros, claro está. Pero aún sigue en pie la cuestión. Cuando desde un extremo del debate sobre el aborto se sostiene el derecho incondicionado de la mujer a decidir sobre su cuerpo y en el otro extremo se afirma que tal derecho debe limitarse por las otras consideraciones presentes (las del padre, del bebé por nacer, de la humanidad como concepto), ¿no son los pro-vida los que ocupan la posición más “colectivista”, mientras que los pro-aborto defienden una consigna lisa y llanamente individualista/ nominalista?

Algo similar ocurre con el derecho ilimitado de cada individuo de consumir estupefacientes sin que se interponga el Estado o instancia colectiva alguna. Sólo puede defenderse tal garantía acudiendo al principio rotundamente liberal según el cual “en el espacio privado y mientras no se perjudique al prójimo, el individuo goza de plena libertad de acción”. Pero en el instante en que traemos al análisis el interés superior de la comunidad, la razón de Estado, vemos como la “libertad individual” de consumir drogas se desbarata. ¿Es aceptable para el pensamiento “colectivista” que el individuo haga con su salud lo que le antoja, máxime cuando los tratamientos de desintoxicación, aquellos que hacen frente a la adicción o a los padecimientos asociados, son soportados por las finanzas públicas (es decir, costeados por el conjunto de la comunidad)? Si se favorecen las decisiones colectivas, asamblearias, ¿no debería ser el conjunto de la comunidad la que decida si quiere esos fondos destinados a tratamientos públicos para drogadependientes o para otro propósito? ¿Y si la comunidad considera que la maximización de su interés colectivo reside en que los individuos se mantengan alejados de sustancias que tienen un impacto negativo para la salud pública? Sólo defendiendo la plena libertad de acción en el fuero privado tiene sentido desestimar cualquier consideración colectiva, de interés público, que se ponga por delante de la libertad de un individuo de hacer con su cuerpo lo que se le antoja. Por si no está claro que el consumo de drogas puede entrar en conflicto con una rígida moral socialista, es pertinente observar el tabú que organizaciones de izquierda del ’70 colocaban sobre los estupefacientes (e incluso sobre el consumo de alcohol), a tal punto que no sorprende el antiguo canto: “No somos putos ni somos faloperos, somos soldados de FAL y Montoneros”.

Y ya que mencionamos la palabra “putos” (que los militantes setentistas – sobrevalorados por la izquierda contemporánea- pronunciaban con acento peyorativo), cerremos con el tema. Es comprensible que aquella vieja izquierda, la de la disciplina marcial como instrumento para derrotar a la burguesía en la “guerra de clase contra clase”, encontrase en la reivindicación de derechos de los homosexuales una desviación burguesa, un señuelo colocado por el enemigo para distraer al proletariado de la verdadera y única batalla social: la que acontece en el ámbito de la producción. Está de más decir que la izquierda se ha incorporado muy tardíamente a las luchas LGTTB, ha tenido históricas dificultades para comprenderlas, y que, anteriormente, su visión de lo queer era tan arcaica como la del conservador promedio. La movilización por la igualdad de derechos, en cambio, se presenta como la continuación de las luchas civiles que tienen por blanco directamente derechos individuales y desestiman cualquier pretensión colectivista a la que se le adjudique prioridad.

Quizá nos encontremos en un momento de la historia en que tanto liberales e izquierdistas hayan abandonado sus principios originarios. Los liberales para entregarse a la real politik del mercado, aferrados a dos o tres mantras anti-estatistas con los que pretenden simular interés por el orden de lo público; la izquierda para reanudar con fervor militante aquellas consignas legítimas y huérfanas; libertades individuales múltiples abandonadas por los liberales para concentrarse en la única libertad de la que no podrían desprenderse: la libertad de comprar y vender.


(1) De manera amplia, incluyo en la categoría de izquierda al troskismo, el comunismo, el socialismo y el ala izquierda del peronismo, entre otras variantes “colectivistas”.