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12 de diciembre de 2012

Ser transparente



 EPISODIO 1

En la recepción no había nadie. Agnan tuvo que estirarse por encima del mostrador para alcanzar la llave del casillero 106, coincidente con el número de la habitación. Retrasada, Etienne lo seguía con la mirada. En el impulso por tomar las llaves las nauseas volvieron a apoderarse de su estómago. Se detuvo un momento, paralizado por el malestar.

-          ¿Qué te pasa?
-          Ya sabés lo que me pasa, amor. Sigo mal.

En el cuarto Agnan se movió con determinación hacia la cama de dos plazas y se tumbó del lado izquierdo como si fuera todo lo que su cuerpo le permitía en ese momento. El colchón, de varias luchas y resistencias, crujió y se hundió ligeramente, acompañando el peso muerto del visitante. Etienne, con indisimulable molestia, preparaba sobre una repisa el vaso de agua con las gotas de clorhidrato de metoclopramida que le habían entregado en la guardia médica. “Sólo llevamos tres días en Buenos Aires y Agnan no pude evitar descomponerse”- meditaba Etienne mientras agitaba el frasquito marrón para que librase su contenido sobre el agua tibia obtenida de la canilla del baño. “Veinticinco gotas son interminables”.

Se acercó a su chico para alcanzarle el líquido, prefirió no hacer contacto con sus ojos y se colocó junto a la ventana mientras él daba sorbos irregulares y faltos de decisión.

-          Es horrible.
-          Tomatelo y vas a estar bien.

Desde la ventana se divisaba un frente de edificios antiguos. La angostura de la calle los hacía ver bastante próximos. El estilo de los balcones y ventanas recordaban a Etienne el barrio de Montmartre en el que había nacido y atravesado su infancia. Un sol estremecedor de primera tarde se hacía espacio entre el asfalto y el concreto de los edificios lindantes, acompañando con su sopor la contundencia del paisaje que se distinguía desde la abertura. Palomas grises con manchones negros y blancos se deslizaban con desgano por las cornisas linderas. Ese día ya estaba perdido.

 La habitación contaba con las comodidades mínimas necesarias y algunos adicionales kitsch de dudosa procedencia. En la repisa al costado de la puerta se sostenía erguido un gato de plástico y origen chino que saludaba al visitante con el movimiento oscilatorio de su mano. Junto a aquél, un par de novelas clásicas, libros decolorados hasta el marrón, apilados horizontalmente, ceñidos por un caballo de mar que cambiaba de color de acuerdo al estado del tiempo (los dos franceses se murieron de risa en el primer encuentro con semejante extravagancia) y luego un espacio libre de objetos, en el que Etienne había encontrado oportunidad para preparar el medicamento antinauseoso. La ventana de dos alas era grande pero no lo suficiente para alojar el aire necesario que permitiría que ese espacio fuese despojado de sus humores. O sería que por esa calle del centro porteño ya ninguna corriente de aire decía presente. Un ventilador con movimiento rotatorio de un metro de pie, enfrentado a la cama, compensaba las inclemencias de la temperatura. Sus efluvios de frescura eran agradecidos, aunque durasen apenas segundos. La cama de dos plazas, tamaño queen, era de madera, de las antiguas, anterior a la invención del sommier. Estaba cubierta por una sábana blanca que no se asociaba armónicamente con las fundas variopintas de las almohadas.  
CONTINUARÁ EN EL PROXIMO POST

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