
En el Museo Eduardo Sivori, ese espacio tan agradable a las márgenes del Rosedal, se exhibe actualmente una muestra sobre el pintor judío polaco Maurycy Minkowski. Hace dos fines de semana, mientras estaba paseando en bici alrededor del lago, fui sorprendido por un cartel grande y vertical anunciando la muestra del artista. Contaba con el auspicio de la Fundación IWO, el centro de investigaciones judaicas más importantes de Buenos Aires. Detuve mi recorrido y me metí en el museo. Minkowski se dedicaba originalmente a la composición de paisajes. Pero sacudido por las cruentas escenas que dejaba el estallido de los pogroms, su idea de la pintura viró radicalmente. Los pogroms eran persecuciones violentas contra los judíos, que incluían saqueos, linchamientos, hogueras, abusos sexuales, destrucción de viviendas y comercios, que tenía por protagonistas a turbas enardecidas en Rusia, Ucrania, Rumania, Bessarabia, Bielorrusia, alentados la mayoría de las veces por autoridades zaristas y con la anuencia de las fuerzas policiales. Minkowski se dedicó a retratar los rostros de las víctimas, los cuerpos vulnerados que resultaban de los estallidos de violencia. Las imágenes son estremecedoras y vale más acudir a la muestra y verlas que mi fútil intento por reconstruirlas con la palabra.
¿Qué tiene que ver esto con la tira de Gustavo Sala? El domingo pasado otra vez me encontraba paseando frente al museo y contemplé como aquella gigantografía que anunciaba la muestra de Minkowski (la misma que capturase mi atención con anterioridad) se encontraba cubierta con una pintada negra que rezaba: “No a la censura”. Una mente razonable encuentra difícil trazar una posible asociación entre un pintor del siglo XIX que retrataba la vida judía en la Europa Oriental, con algún tipo de censura. Pero era cuestión de abandonar la razonabilidad para advertir que el mensaje que atentaba contra la muestra de Minkowski, en realidad, estaba dirigido a toda la comunidad judía (una suerte de castigo colectivo por la desgracia del artista de nacer judío) y guardaba relación con el alegato de que habría un intento de censurar a Gustavo Sala luego de su torpe humorada. El caso le vino como anillo al dedo a los antisemitas, reflotando la teoría del lobby judío y el control de los judíos sobre los medios de comunicación, sugiriendo el poder de las instituciones comunitarias, encabezadas por AMIA y DAIA, para acallar a las voces indeseables en los medios a su voluntad. Es ridículo hablar de censura cuando la impresentable tira de Sala fue publicada. En el caso hipotético de que en el futuro los editores se abstuvieran de trabajar con Sala, la única responsabilidad (o irresponsabilidad) sería la del autor.
La pintada me dio mucha lástima, porque la muestra de Minkowski merece ser respetada y honrada. Sin embargo, el caso es sintomático de cómo el fenómeno del antisemitismo “trabaja en lo hondo”; es un sentimiento profundo, no superficial, y encuentra circunstancias propicias para producir pequeñas erupciones. Lo de Sala probablemente haya sido sólo una torpeza; el respaldo de los dibujantes: ciego corporativismo; pero las pintadas contra un museo (y las otras potenciales pintadas contra instituciones judías con el mismo alegato) son actos de antisemitismo. Esto demuestra cómo la torpeza también puede tener efectos antisemitas.
Nota final: y de paso hago un llamado a que aprovechen y concurran a la muestra en el Sivori, antes de que finalice el 20 de febrero.