Mientras atravesaba los pasillos y lugares comunes
del edificio se asombró al contemplar lo que era la vida de hostel para los restantes
turistas. Las instalaciones invitaban a quedarse eternamente, entre las
comodidades y los ventiladores que limpiaban el aire de tanto calor; allí donde
las amistades eran siempre prometedoras por desconocidas, y abundaban los
idiomas lejanos y las cosas por descubrir. El hostel te tragaba y había que hacerse
de impulso para abandonarlo. Etienne lo hizo. Empezó a caminar por las calles
sin rumbo. Los domingos, el centro era un cascarón de una vida desconocida y
vibrante. Las personas que se cruzaba en el camino lo debían saber bien. “Qué
cantidad de viejos que hay en el centro cuando no hay gente”. Y encaraba, sin
saberlo, para el sur. Emprendió el desafío de identificar en la vía pública las
diferencias con su ciudad de origen. “Los cables de energía y de teléfono
sobrevuelan tu cabeza. Como si tejieran una red en el aire. Hay árboles que
brotan de las veredas, no están confinados a parques o bosques. ¿El subte iba
al revés, no?”
Sin proponérselo, Etienne alcanzó el Parque Lezama. Una
estatua de piedra gris fue su primera visión. Fue sorprendida luego por los
estruendos de una cuerda de percusión y se dirigió hacia donde la llevaba el
sonido. Jóvenes de su edad que se reunían a sacudir los tambores en el corazón del
parque. Entre ellos revolotean palomas aturdidas, náufragas de vaya a saber uno
qué trayecto. Uno de los músicos proveía a los demás de pitadas de cigarrillo,
acercándoles el vicio a la boca. Etienne no sabía exactamente de qué música se
trataba pero consideraba que sonaba como cualquier pieza latina: candombe,
cumbia colombiana o capoeira. Había
escuchado algo similar en su visita anterior a Marruecos. Más precisamente en
la plaza Djema de Marrakesh. El parecido entre los dos espectáculos callejeros
era poderoso. La influencia negra penetró tanto en el norte de África como en
Latinoamérica. La música popular es africana en todas partes. Y en Marrakesh y Buenos
Aires se siente universal. Entonces es cuando Etienne pensaba la posibilidad
antes evasiva de una universalidad negra, de una universalidad construida desde
el margen. ¿Y por qué estas especulaciones serían diferentes a las
idealizaciones de Agnan sobre la América Latina sosegada? “Porque él puede ser
muy superficial”.
Atravesó la tarde sentada en un banco de plaza. De
esos de tablas de madera verde ensambladas. Etienne alternaba un pensamiento rumiante
con la contemplación perdida del paisaje que se desplegaba ante sus ojos. Un
vendedor de un puesto callejero, aparentemente artesano de manualidades, se
aproximó a la banda de rock que estaba armando lo equipos de sonido en el
césped cercano, aprestándose para tocar. Aunque no podía distinguir el contenido
de la conversación (y aunque lo oyese no sería capaz de descifrar el
castellano) la artesana tenía algún problema con la actividad de los jóvenes. Quizá
en relación a la amplificación del sonido, que tornaría más difícil la labor de
los vendedores para persuadir a sus clientes. En la diagonal derecha se sentaba
en otro banco semejante una pareja que Etienne entendía estaba compuesta por
un local y una extranjera. Una hermosa joven blonda (posiblemente nórdica,
arriesgaba Etienne) y un muchacho con rastas, de atuendo desprolijo y barba
crecida, autóctono, en extremo alto y flaco. La nórdica aguijoneaba a su
compañero de rastas, lo quemaba con la mirada; debía estar profundamente
enamorada. Los dos jóvenes eran discordantes en casi todos los aspectos posibles
de ser enumerados. La nórdica, particularmente, retuvo la atención de Etienne; se
notaba que era una muchacha culta y curiosa; quedaba de manifiesto su empeño por
relacionarse con el muchacho muy a pesar de las dificultades que imponía la
competencia lingüística. Él le correspondía impostando un modo más reo de lo
que alcanzaría a ser espontáneamente, como si buscase prestar a su trofeo foráneo
y pálido el souvenir de la argentinidad. No ocultaba cierta torpeza en sus
modos y una inclinación soslayada por llamar la atención no sólo de su chica
sino de otras personas alrededor. Con sus excentricidades y sus raptos de
efusividad pseudo-artística se prestaba como el objeto etnológico perfecto para
que la nórdica justificase tantos kilómetros de traslado. Etienne no dudó en
caracterizar ese cuadro de turismo antropológico. Le llamaba la atención cómo
en un contexto ajeno y poco familiar, los turistas podían sentirse
atraídos por personas a las que no
entregarían ni una mirada evasiva en sus propios ambientes originarios. Como si
la carencia de recursos para desplegar el mapeo cognitivo unívoco que permite a
un nativo guiarse en la sociedad a la que pertenece, condujera a los
extranjeros a hacer interpretaciones que transgreden las convenciones que rigen
los encuentros y desencuentros en el país que los aloja.
FINALIZARÁ EN EL PRÓXIMO POST
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