EPISODIO 1
En la recepción no había nadie. Agnan tuvo que
estirarse por encima del mostrador para alcanzar la llave del casillero 106,
coincidente con el número de la habitación. Retrasada, Etienne lo seguía con la
mirada. En el impulso por tomar las llaves las nauseas volvieron a apoderarse
de su estómago. Se detuvo un momento, paralizado por el malestar.
-
¿Qué te pasa?
-
Ya sabés lo que me pasa, amor. Sigo mal.
En el cuarto Agnan se movió con determinación hacia
la cama de dos plazas y se tumbó del lado izquierdo como si fuera todo lo que
su cuerpo le permitía en ese momento. El colchón, de varias luchas y
resistencias, crujió y se hundió ligeramente, acompañando el peso muerto del
visitante. Etienne, con indisimulable molestia, preparaba sobre una repisa el
vaso de agua con las gotas de clorhidrato de metoclopramida que le habían
entregado en la guardia médica. “Sólo llevamos tres días en Buenos Aires y
Agnan no pude evitar descomponerse”- meditaba Etienne mientras agitaba el
frasquito marrón para que librase su contenido sobre el agua tibia obtenida de
la canilla del baño. “Veinticinco gotas son interminables”.
Se acercó a su chico para alcanzarle el líquido,
prefirió no hacer contacto con sus ojos y se colocó junto a la ventana mientras
él daba sorbos irregulares y faltos de decisión.
-
Es horrible.
-
Tomatelo y vas a estar bien.
Desde la ventana se divisaba un frente de edificios
antiguos. La angostura de la calle los hacía ver bastante próximos. El estilo
de los balcones y ventanas recordaban a Etienne el barrio de Montmartre en el
que había nacido y atravesado su infancia. Un sol estremecedor de primera tarde
se hacía espacio entre el asfalto y el concreto de los edificios lindantes,
acompañando con su sopor la contundencia del paisaje que se distinguía desde la
abertura. Palomas grises con manchones negros y blancos se deslizaban con
desgano por las cornisas linderas. Ese día ya estaba perdido.
La habitación
contaba con las comodidades mínimas necesarias y algunos adicionales kitsch de
dudosa procedencia. En la repisa al costado de la puerta se sostenía erguido un
gato de plástico y origen chino que saludaba al visitante con el movimiento
oscilatorio de su mano. Junto a aquél, un par de novelas clásicas, libros
decolorados hasta el marrón, apilados horizontalmente, ceñidos por un caballo
de mar que cambiaba de color de acuerdo al estado del tiempo (los dos franceses
se murieron de risa en el primer encuentro con semejante extravagancia) y luego
un espacio libre de objetos, en el que Etienne había encontrado oportunidad
para preparar el medicamento antinauseoso. La ventana de dos alas era grande
pero no lo suficiente para alojar el aire necesario que permitiría que ese
espacio fuese despojado de sus humores. O sería que por esa calle del centro porteño
ya ninguna corriente de aire decía presente. Un ventilador con movimiento
rotatorio de un metro de pie, enfrentado a la cama, compensaba las inclemencias
de la temperatura. Sus efluvios de frescura eran agradecidos, aunque durasen
apenas segundos. La cama de dos plazas, tamaño queen, era de madera, de las antiguas, anterior a la invención del sommier. Estaba cubierta por una sábana
blanca que no se asociaba armónicamente con las fundas variopintas de las
almohadas.
CONTINUARÁ EN EL PROXIMO POST
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